Al Curro Corriendo

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Última Frontera 2012 (166 kms)


Es muy interesante volver a sentarme delante del ordenador y empezar una nueva sección de “alcurrocorriendo” dedicada a las crónicas de las carreras a pie en las que voy participando como consecuencia de plantearme la carrera continua como medio de transporte. Para empezar voy a escribiros sobre mi experiencia en una carrera singular “Útima Frontera”, en su versión de 166 kilómetros, que dio el pistoletazo de salida el sábado 20 de octubre a las 9:15 en Loja (Granada).

Como Loja se encontraba a tan solo 90 minutos de casa e iba a participar en esta aventura con mis amigos Julio y Alberto (por lo que podíamos compartir coche) nos fuimos para allá esa misma mañana. Una pena que la noche anterior Julio y yo saliésemos por ahí con nuestras respectivas y solo dormimos cinco horas… menuda temeridad visto lo visto…

A penas 150 participantes en una carrera con tres versiones, 55, 83 y 166 kilómetros, Julio, Alberto y nuestro amigo cordobés Rafa participarían en la mediana y yo trataría de darle dos vueltas al circuito de poco más de 50 millas.

De izquierda a derecha: Rafa, yo, Julio y Alberto. Ellos son
grandes atletas y mejores personas, yo solo soy un humilde curredor

UF es una carrera organizada por la empresa AxaSport, de Paul Bateson, un británico afincado en Alhama de Granada obsesionado por el ultrafondo. Yo ya había participado en Última Frontera el año pasado, retirándome por lesión en el kilómetro 128, tras 25 horas de carrera.

La carrera trascurre principalmente entre carriles, algunos bastante rotos, y asfalto. Como llovió los días anteriores y las trece primeras horas de carrera, encontramos barro a espuertas, hasta el punto de que si no hubiese sido por los bastones más de una vez te ibas al suelo. Traté de ser bastante fiel a la estrategia que me había establecido en los primeros 80 kilómetros: siempre estuve entre los cinco últimos, caminando a un ritmo de unos 6 km/h y corriendo cuando me apetecía, en cuestas descendentes suaves. Disponía de 32 horas para pulirme los 166 kilómetros de distancia y 5500 metros de desnivel, y ya me había estrellado alguna vez que otra en otra carrera por ir demasiado fuerte…

Tras pasar por Zagra (bastante animado) y Ventorros de San José, llegué a Montefrío en el kilómetro 48, donde la organización enviaba las bolsas personales de los corredores: comí un poco y recargué la mochila con pequeños bocadillos de jamón con aceite y tomate, mejor que cualquier barrita energética. También tuve que decidir entre abandonar una chaqueta de forro polar o un chaleco, y me quedé con la chaqueta. Por aquel entonces desconocía lo vital de aquella decisión…

Desde allí a Huétor-Tajar y seguí la vuelta hasta Loja. En bastante buen estado tras 83 kilómetros y 13 horas de carrera bajo la lluvia. Allí me esperaban Julio y Alber, que habían hecho unos carrerones, y que se despidieron de mí como solo lo hacen los grandes amigos en las circunstancias más especiales. La decisión ya estaba tomada y la “speaker” (que se llama Maritrini, que hizo un trabajo espectacular y que le agradezco sus palabras de ánimo) no creía lo que le conté: me ducharía, cenaría y trataría de dormir un rato. Así lo hice.

Justo a medianoche sonó el despertador de mi reloj. Traté de descansar en una esterilla de gomaespuma y mi saco de dormir que había preparado para la ocasión. En fin, no era lo mismo que dormir diez horas en tu cama… pero menos daba una piedra. También quería experimentar y familiarizarme con estas sensaciones por si tuviese que hacerlo en otras carreras futuras.

Abandoné Loja a las 00:14, entre los aplausos de la organización que me aseguraba que iba último, buscando las distintas cintas de balizamiento (escasas, pero puestas con criterio) que había seguido 83 kilómetros antes. Solo, totalmente solo, en medio de la oscuridad. Con el único apoyo de las tres pilas de mi frontal y algún que otro mensaje cariñoso que me llegaba al móvil.



Llegué a Zagra (kilómetro 100) a las 3:15 de la madrugada. Ahora era un pueblo fantasma. Pero no puedo describir con palabras lo que sentí al ver a un vecino, el único, que me estaba esperando, recogiendo ya el avituallamiento, y ofreciéndome todo lo que le quedaba: agua, isotónicos, fruta… Lo decía con tanto entusiasmo que creo que si le hubiese pedido algún órgano vital también me lo hubiese entregado. Pero no tenía paracetamol ni ibuprofeno, que era lo que necesitaba. En ese momento apareció un vehículo de Protección Civil (a partir de ahora, PC) en sentido contrario a carrera y que, resumiendo, me dijo dos cosas: “no tenemos pastillas” y “el próximo avituallamiento está cerrado”.

Lo segundo fue un palo enorme. Abrí mi mochila y busqué el mapa de la organización con los horarios de paso: era cierto, el avituallamiento y control de Ventorros cerraba a las 3:15. Los de PC me dijeron que siguiese, que más arriba había una ambulancia con pastillas. Nada. Solo inyectables y odio las jeringas. No obstante mi principal problema era saber si seguía o no en carrera… llamé a los directores de carrera y sus teléfonos estaban apagados o sin cobertura. Y yo, a las 3:30 de la noche, tirado en una cuneta.

Conseguí contactar por teléfono con el jefe de PC, necesitaba saber si seguía o no en carrera y, sobretodo, necesitaba decirles que estaba vivo, que seguía en pie y que pretendía llegar a tiempo a meta. Este hombre, Miguel, nunca olvidaré su voz, me dijo que siguiese, que trataría de informar a la organización.

Allá por el kilómetro 107 me adelantó un coche de PC y me dijeron que me detuviese. Se bajó uno de estos “ángeles de la guarda” con un móvil en la mano, me la pasó, era Miguel:

-    -   Me han dicho que te tienes que retirar. Estas fuera de carrera.

Tardé un par de segundos en desatar el nudo que se me formó en la garganta y dije:
-    -    Eso tendrá que hacerlo el director de carrera.
-     
- -   Venga tío, no nos metas en más problemas y móntate en el coche, – respondió el móvil – pásame con mi compañero.

Le pasé el móvil al compañero y a continuación empecé a quitar los imperdibles que sujetaban mi dorsal, estaba dispuesto a entregarlo, pero no estaba dispuesto a entregarme. Seguiría sin dorsal, sin avituallamientos, pero seguiría.

La cobertura del móvil se perdió, el jefe de PC no podía hablar con su compañero.

-   -      Joder con la cobertura. ¡Miguel! ¡Miguel! Vaya… pues no sé qué quería decirme…

Sibilinamente y aprovechando las condiciones de oscuridad doblé mi dorsal y me lo metí en el bolsillo napoleón del cortavientos. Le respondí:

-   -      Vale tío, yo sigo para delante y tú, cuando hayas hablado con tu jefe, me pillas…
      -  OK, colega.
…si tienes cojones (pensé).

Empecé con pasos cortos y lentos, hasta la primera curva, donde empecé a alargar la zancada y a acelerar. Sé que no es muy inteligente echarte una carrera con un coche cuando llevas más de cien kilómetros en las piernas, pero no se me ocurrió otra cosa. Un kilómetro más adelante comenzaron a adelantarme dos, tres, hasta cuatro vehículos de PC. No los perdí del todo pues pude ver sus luces delante de mí, iluminando algunos olivos en el horizonte. Y entonces descubrí una pequeña luz, un frontal, que ascendía a lo lejos por lo que parecía una vereda a la derecha y que, probablemente, yo tendría que subir. Era el frontal del penúltimo corredor.

Justo antes de enfilar dicha vereda, cuatro coches de PC me esperaban con todas las luces encendidas (“ahora me pondrán los grilletes y me meterán a dentro”, pensé). Pero no, una mujer decía “¡ánimo, el último ha pasado en cinco minutos!” se ve que su jefe no había conseguido cobertura, seguía dentro de carrera y persiguiendo al penúltimo. “¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!”

Adelanté al dorsal 116 una hora más tarde, era alemán, iba cojeando de los dos pies, parecía un zombi, me dijo que estaba bien, que siguiese. Y así lo hice tras preguntarle si estaba bien un par de veces. Ya no era el último, y mientras el alemán siguiese en carrera yo también seguiría. Seguí caminando a buen ritmo un par de horas, de vez en cuando me adelantaba algún vehículo de PC y el conductor me gritaba “¡tienes al último pisándote los talones!” pero ya sabía que eso significaría que le sacaba, como mínimo, media hora, y eso pueden llegar a ser casi tres kilómetros.

A las 7 de la mañana me dormía de pie. Hacía zig-zags. Y me estaba muriendo de frío. Con los bastones atravesados en la mochila y las manos metidas en los bolsillos del forro polar caminaba con los ojos cerrados subiendo una cuesta interminable. La primera vez busqué un espacio seco en el asfalto, me tumbé bocarriba con las rodillas flexionadas y apoyándome sobre la mochila. Luego me senté en el suelo y metí la cabeza entre las rodillas. Tiritaba. Tal vez me dormí, no lo sé. Me levanté y seguí adelante. Eran las 8 de la mañana, llevaba 125 kilómetros y 23 horas de carrera. Media hora más tarde pasó, una vez más un vehículo de PC y, una vez más, me dijo “¡tienes al último pisándote los talones!”. Y una frase nueva:
-      -   ¿Te llevo?
-       -   Tendrás que matarme para meterme allí dentro.
-       -   ¡Qué honrado eres maricón!

Llegué al avituallamiento del kilómetro 131 cuando ya estaban recogiendo. Allí me esperaba el director de carrera, un plato de macarrones (pero… ¡frío! ¡Qué decepción!) y otro corredor que ya tenía el plato casi terminado. Preocupándome por la supervivencia del alemán les dije “por detrás va el dorsal 116” y ellos respondieron:

-    -    No, el dorsal 116 es este hombre – mirando al corredor que ya preparaba su mochila para seguir adelante.

El dorsal 116, el alemán, era ese tipo. No lo había reconocido porque ahora era de día y yo solo lo había visto antes de noche, con la poca luz del frontal y los reflectantes a todo trapo. Nunca lo había visto adelantarme, nunca me había adelantado. Entonces me acordé de la conversación con los del coche de PC. 

El dorsal 116 era un tramposo.

Tenía un pie y medio fuera de carrera, estaba agotado, muerto de sueño y helado. Me planteaba seriamente la retirada. Pero ese tramposo (que se despidió de mí con un “venga, luego nos vemos”) iba a terminar la carrera. Mientras terminaba los macarrones y volvía a cargarme la mochila el cansancio se fue transformando en indignación. Caminé un kilómetro. Hasta llegar al principio de un barranco donde transcurría la carrera, un barranco aislado y precioso para correr, recuerdo que, 83 kilómetros antes, fueron unos cinco, seis o siete kilómetros.

Pero seguía pensando en el alemán, y la indignación siguió transformándose… en ira.

Cogí el MP3 y seleccioné “Thunderstrock” de los AC/DC.

Empuñé los bastones por su parte central.

Llegó la hora de volar.

Nunca me hubiese creído que fuese capaz de correr tanto y tan rápido después de más de 130 kilómetros. Cuando adelanté al alemán fue como si un F18 sobrevolase una hormiga. Ahora sí, ahora sabía que terminaría esa carrera.

Llegué a Loja pasadas las 15:30. Aunque al entrar en el pueblo estaba totalmente descoordinado y las puntas de los bastones iban a veces al suelo, otras veces al pie y otras a las rodillas, conseguí reponerme para correr el último kilómetro. 500 metros antes de la meta me esperaba mi padre, no hacía falta nadie más. Se adelantó unos metros para hacerme fotos.


Con la "speaker" Maritrini llegando a meta

-    
- -     Te dije que solo necesitaba cenar y dormir un rato – le dije a la “speaker”

Abracé a mi padre bajo el arco de meta. Lo había conseguido. 30 horas. 166 kilómetros.
Hecho una piltrafa, pero una piltrafa feliz
Otra frontera cruzada.

Dedicado a mi padre.

2 comentarios:

  1. Eres un máquina. Enhorabuena, un placer engañarnos para estas cosas.

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  2. Al mas puro estilo de Victor Araque, lo has contado al detalle, tal y como fue narrado de tus propios labios. Toda una hazaña. ENHORABUENA AMIGO!!!.

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